lunes, abril 15, 2013

El retrato de Dorian Gray/ Oscar Wilde


Que suenen las olas/ Colección de relatos


Mujeres que escriben en Canarias y Marruecos

Latifa Baqua, Berbel, Fatima Bouziane, Dolores Campos-Herrero, Leila Chafai, Susana Guzner, Teresa Iturriaga Osa, Latifa Lbsir, Macarena Nieves Cáceres, C ristina R. Court, Rabea Rayhane.



viernes, abril 05, 2013

¿Coetzee?

Por Carlos Bonino.


Verano no es un libro sobre John Coetzee. De serlo, no hubiera podido escribirse. El propio Coetzee lo advierte todo el tiempo. El libro entero está recorrido por una ironía sutil, construido sobre la apariencia de un retrato del autor a cargo de terceros; ese trampantojo es justo el mayor mérito del libro, la cualidad que lo distingue como novela y como obra de arte. La confesión mayor que pudiera desprenderse de su historia no está contenida en lo que Coetzee hace decir a sus personajes, ni en las que hace pasar por sus propias notas, sino en todo caso en eso otro que queda oculto, no dicho, y, de forma complementaria, en la propia manera de ocultarlo (esto es, en cómo el autor cuenta su historia). Si hubiera dudas -que no las hay- en cuanto a la cualidad de artista del autor de Verano, quedan disipadas al instante cuando tomamos consciencia del mecanismo íntimo de su novela. Hay que haber traspasado esa frontera que significa para los autores mediocres el impuesto debido a un ego pertinaz, esa ceguera que incapacita a la gran mayoría para atreverse a pronunciar el propio nombre, a poner en juego su reputación, para construir un personaje a partir de la propia experiencia. Coetzee va un paso más allá: interroga a otros (personajes, también) acerca de su yo novelesco. Lo que es rizar el rizo. Construye así una escena compleja a partir de una idea sencilla. Hace lo que se ha hecho toda la vida (Henry Miller, Marcel Proust, Walt Whitman...) pero trata de volar algo más lejos. Y lo consigue.

John Coetzee, misógino, misántropo, poeta. El auténtico desastre social, la piedra en el zapato, el "célibataire", el impedido. Imagino a más de una mujer revolviéndose en su asiento mientras leía la novela, confundida en la inercia inevitable de la ficción con Sophie, Adriana, Margot o Julia, quizá compadecidas del autor del libro. Habrá quien haya sentido deseos de peinar a Coetzee, de darle de comer, de atarle los zapatos, ¡de casarse con él para cambiarlo! En cualquiera de los casos, se trataría de un éxito de la novela construida, de un teatro de doscientas cincuenta y cinco páginas con John Coetzee, autor, como director de escena. Pero, ¿no hay nada de Coetzee en el John de la novela?, se resiste la pelirroja del asiento del fondo. Desde luego. La novela entera es John Maxwell Coetzee, por encima (e incluso por debajo) de la intención del autor. Pero las razones de semejanza son otras, bastante más oblicuas, que el azar de la mera coincidencia en los hechos. Yerra quien busca al autor únicamente en lo que el autor muestra. Toda la novela está animada por un aliento, sostenida por un estilo, un cierto ritmo, y construida a partir de exposiciones tanto como de omisiones (que son siempre más definitivas). Deducir a Coetzee a partir del personaje homónimo es esfuerzo vano. Lo que queda para el disfrute es un libro, una novela. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

 O no.

De todas formas, ¿a quién le importa?

Alcazaba/ Jesús Sánchez Adalid