jueves, abril 14, 2016

A propósito del "Pan" de Knut Hamsun / Carlos Bonino










Ilustración: Envidia de Edvard Munch 




 Knut Hamsun es enorme. Un alma como la suya, preñada de bosques, loca por encontrarse renunciando al mundo, marca la diferencia. ¡Qué importa el Hamsun afecto al nacionalsocialismo!, cuando el hombre fabulado, su impronta genuina en cada uno de los personajes, muestra un espíritu tan amplio, tan capaz de alumbrar la vida en todos sus detalles. Knut Hamsun es un alegre gigante solitario. Alguien siempre a punto para hacer resonar su bárbaro gañido sobre los techos del mundo, en palabras de Whitman.

 Hamsun está loco, y lo sabe, y lo cuenta. Es un salvaje. La neurastenia es en él una constante. Siempre el delirio, las visiones, la ambición secreta e íntima de convertirse en aquel que se sabe en potencia, la convicción acerca de su propia valía, de su genio. Hamsun retrata la vida, tal como se supone que lo hacían Galdós y Balzac, con esa misma llaneza pretendidamente fotográfica; pero el de Hamsun es un realismo más denso, más mágico, más amplio: mejor.

 El autor es a la vez un niño. Un Sansón con alma de muchacho. No acepta el mundo, no se pliega, y ese inconformismo, esa iconoclastia, se percibe tanto en sus campesinos como en sus periodistas, también en la garra natural de sus personajes femeninos. El hombre trabaja y sueña, nos cuenta. Ama y desea, pero anhelando algo más que la comida y el sueño. Como si se dijera: “He aquí la azada, he aquí el rastrillo...he aquí el trabajo de la tierra, el pan y su sudor, y está bien que así sea, pero qué más, Señor, qué más...”

 En cuanto al texto mismo, es también Hamsun un revolucionario de la forma. Su escritura fluye sin corsés, sin ataduras, entre otras cosas prescinde de muchas de las convenciones del diálogo realista, y así nos encontramos leyendo un texto-flujo, en el que por momentos se pierde toda pauta y sus partes se hacen indistinguibles. Esta anarquía de la forma anuncia la experimentación propia de la literatura del siglo veinte.

 El protagonista de "Pan", el teniente Glahn, es nuevamente un trasunto del propio Hamsun. Es otra vez el titán, el héroe solitario, capaz y autosuficiente pero atravesado de nostalgias que le pudren el corazón y el alma. Al existir como espejo de su autor, la excentricidad del personaje se convierte aquí en rasgo distintivo. No en vano, cuando uno lee a Hamsun percibe a lo largo de sus páginas una especie de delirio constante al que es difícil encontrar expresión concreta. Sus personajes sufren inesperados arrebatos, revelaciones, accesos de vida en bruto, podría llamárselos, distintos de aquellos otros que caracterizan a los de Dostoievski, a quien se cita a menudo como referente. Hamsun destila romanticismo y sentido del humor. Se expone en lo íntimo una y otra vez, y su talento no necesita de dramatismos barrocos.

 Volviendo a la novela, Thomas Glahn vive su vida en el bosque (una vez más el verde) y parece haber encontrado la forma de hurtarse elegantemente al mundo. Entre caza, pesca y paseos de connotaciones casi litúrgicas, en las que experimenta a menudo accesos epifánicos, y de los que regresa siempre a su cabaña en estado de gracia, se le pasan los años, con Esopo, su perro, por toda compañía. Hasta la inevitable aparición de Edvarda, cuya personalidad revoluciona la vida del teniente. En torno a ese encuentro se construye la novela, una de las mejores de su autor.

 Lo diré de nuevo: Hamsun es enorme. Un gigante literario, desde luego, pero bastante más que eso: él es el hombre en sus novelas, su asunto único y fundamental. No resulta extraño que inspirase de un modo u otro a autores como Henry Miller. Comparte con él la sed y el hambre de vida auténtica, su reivindicación del individuo por encima de todo, su dulce invitación a la anarquía.

 Un coloso.

Carlos Bonino 
http://delitosifaltas.blogspot.com.es/